8/05/2008

Artaud y el cine

“Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu”

Artaud (El ombligo de los limbos).

Uno de los artistas más prolíficos, renovador y polémico de la primera mitad del siglo XX, fue Antonin Artaud (Marsella 1896 – Ivry-sur-Seine 1948). Las facetas que más se han conocido de su vida y de su obra son las que tienen relación con el mundo del teatro y de la literatura; se hizo célebre por la propuesta del Teatro de la crueldad, por el vínculo con el surrealismo, por sus poemas incendiarios y por su vertiginosa locura. Sin embargo, pocos se han detenido a ver su cercano vínculo con el cine, el cual transcurrió entre el apasionamiento total y el máximo desencanto. Precisamente, de esta práctica (un tanto olvidada) que experimentó Artaud, es que nos vamos a ocupar en este texto.

Desde su llegada a Paris en 1920, Artaud empezó a frecuentar círculos intelectuales que propendían por la renovación de todas las propuestas artísticas. El interés inicial que había tenido por la poesía y el teatro fue cediendo ante el encanto que le suscitaba el cine. Desde 1922 empezó a participar como actor en algunos proyectos de reconocidos directores cinematográficos y, a partir de 1923, se propuso escribir guiones, según lo relata en una de sus cartas a un destinatario desconocido. En total, escribió seis guiones, de los cuales se destacan, Los doce segundos, La revolución del carnicero, Dos naciones en los confines de Mongolia, y La concha y el reverendo (el más recordado por haber sido el único llevado a las pantallas bajo la dirección de Germaine Dulac, generando una aguda polémica, cuyos ecos aún subsisten). Entre 1926 y 1927 realizó sus dos principales actuaciones, por las cuales lo siguen recordando los historiadores del cine: Marat, en Napoleón de Abel Gance y Le frère Massieu en La pasión de Juana de Arco de C. T. Dreyer.

Posteriormente, Artaud empezó a reconocer que el tiempo cinematográfico rompía con la continuidad, con la linealidad a que nos tenía acostumbrados la escritura, y por esa razón, consideró que el cine sería el medio idóneo para subvertir los valores existentes (lo cual era la intención fundamental que quería generar Artaud con su vida-obra). Tal como nos lo dice André Bretón, Artaud se movió en pos de tres objetivos: transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer de cabo a rabo el entendimiento humano.

La modernización del teatro en los años veinte, buscaba que el cuerpo encontrara una nueva capacidad para expresar las afecciones. Se pensaba llevar la experiencia estética a la vida misma. Artaud vivió todo ese proceso en su propio cuerpo, tratando de alcanzar el “arte total” en el que la vida y el arte fueran una y la misma cosa.

Preocupaciones teóricas
Como todo en la vida de Artaud, la pasión por el cine también siguió una ruta de fluctuaciones. Luego de sus vínculos con la actuación y con la escritura de guiones, se aventuró como teórico, tras considerar que había encontrado en el cine la posibilidad para darle vida al “arte total”, que tanto anhelaba. De este periodo son sus textos, El poder del cine y La brujería y el cine.

Sin embargo, ese encantamiento inicial, rápidamente se fue diluyendo. Luego del conflicto con Germaine Dulac, empezó a vislumbrar que no alcanzaba a desarrollar el anhelado cine autónomo, en el que pudiera desprenderse del vínculo sensorio-motriz (de la narratividad) y de la sujeción al sueño y al deseo que afronta un sujeto cuando se dedica a crear obras fílmicas.

En su escrito, El poder del cine, Artaud afirma que “el cine implica una subversión total de los valores, un trastoque completo de la óptica, de la perspectiva, de la lógica. Es más excitante que el fósforo, más cautivante que el amor (…) Reivindico, pues, los filmes fantasmagóricos, poéticos, en el sentido denso, filosófico de la palabra, filmes psíquicos. Lo que no excluye ni la psicología, ni el amor, ni el esclarecimiento de ninguno de los sentimientos del hombre. Pero que sean filmes en los que se trituren, se mezclen, las cosas del corazón y del espíritu hasta conferirles la virtud cinematográfica que hay que buscar (…) El cine es un excitante notable. Actúa directamente sobre la materia gris del cerebro”.
De esta forma, en un primer momento, Artaud se mostró convencido de que el cine superaría al teatro, el cual se había convertido en un aquietante. Además, exaltó el ritmo, la rapidez, el distanciamiento de la vida y el aspecto ilusorio, como características propias y actuantes del cine. Luego, cuando afianzó su propuesta del Teatro de la crueldad, consideró que esas características podrían conseguirse de forma más idónea a través del teatro. Igualmente, tal como lo anota Carmen de Santiago, Artaud “comparte la valoración surrealista del cine como liberador de las potencias del inconciente y como estímulo para la agudización de la sensibilidad”.

Por su parte, en el texto, La brujería y el cine, Artaud lleva la reflexión a un punto más alto de reflexión. Aquí nos dice que “el cine es esencialmente velador de toda una vida oculta con la que nos pone directamente en relación (…) el cine está hecho sobre todo para expresar las cosas del pensamiento, el interior de la conciencia y, ciertamente, no por el juego de las imágenes, sino por algo más imponderable que nos restituye con su materia directa, sin interposiciones, ni representaciones (…) No habrá un sector del cine que represente la vida y otro que represente el funcionamiento del pensamiento, porque cada vez, la vida, lo que nosotros llamamos vida, será más inseparable del espíritu. Un cierto terreno profundo tiende a aflorar a la superficie. El cine, mejor que ningún otro arte, es capaz de traducir las representaciones de ese terreno, puesto que el orden estúpido y la claridad consuetudinaria son sus enemigos”.
Para la vanguardia francesa, el cine era cartesiano y racionalista. Pero en sí mismo portaba el movimiento (impulso) que le permitiría ir contra el cartesianismo y la razón. Este criterio lo entendió y asumió muy bien Artaud, y es así como abogó por un cine abstracto, puramente óptico, que no fuera para contar historias sino para expresar el interior de la conciencia, “una sustancia insensible”, tal como él la llamaba. El elemento distinto que Artaud dice encontrar en el cine es la vibración propia del surgir inconsciente que se expresa en el pensamiento. Busca en el guión, la reproducción del puro pensamiento.
Deleuze sostiene que “Mientras (Artaud) cree en el cine le acredita no el poder de hacer pensar el todo sino, por el contrario, una «fuerza disociadora» que introduciría una «figura de nada», un «agujero en las apariencias». Mientras cree en el cine le acredita no el poder de volver a las imágenes y de encadenarlas según las exigencias de un monólogo interior y el ritmo de las metáforas, sino «desencadenarlas» según voces múltiples, diálogos internos, siempre una voz dentro de otra voz”. Esto correspondía a la preocupación fundamental de la escuela francesa de los años veinte: ¿cómo superar la dualidad de lo abstracto y de lo figurativo-ilustrativo o narrativo? Artaud nos dice que el cine abstracto es puramente óptico.
Posteriormente, Artaud sufrió una variación conceptual respecto de sus intereses con el cine. Hacia 1933, escribió el texto, La vejez precoz del cine, en el cual afirma que “El mundo cinematográfico es un mundo muerto, ilusorio y parcelado, que no entra en el centro de la vida, que no retiene de las formas más que su epidermis (…) El mundo del cine es un mundo hermético, sin relación con la existencia. Su poesía se halla, no más allá, sino más acá de las imágenes. Ha habido poesía, ciertamente, en torno al objetivo, pero antes del paso filtrado a través de él, antes de la inscripción sobre la película (…) Por lo demás, aparte de esta especie de racionalización de la vida, cuyas ondas y florituras, cualesquiera que sean, se ven privadas de su plenitud, de su densidad, de su extensión, de su frecuencia interior, por la arbitrariedad de la máquina, el cine continúa siendo una toma de posesión fragmentaria y, como ya he dicho, estratificada y congelada de la realidad. Todas las fantasías relativas al empleo de la cámara lenta o acelerada no se aplican más que a un mundo de vibraciones cerrado y que no tiene la facultad de enriquecerse o alimentarse por sí mismo, el mundo imbécil de las imágenes, tomado como con cola por miríadas de retinas no completará jamás la imagen que pudo haberse hecho de él. Por tanto, la poesía que no puede desprenderse de todo esto, no es más que una poesía eventual, la poesía de lo que podría ser, y en consecuencia no es del cine de quien debamos esperar que nos restituya los mitos del hombre y de la vida de hoy”. De esta forma, plantea, con cierto hermetismo, una distinción entre cine dramático (carente de poesía) y cine documental (que toma la poesía de las cosas desde su aspecto más inocente). Parece ser, que la única posibilidad que trata de insinuar como aceptable, para seguir apostándole a la creación cinematográfica, es aquella que dirija la mirada hacia el cine documental.
La concha y el reverendo (La Coquille et le Clergyman)
Dirección: Germaine Dulac
Guión: Antonin Artaud
Francia, 1927


La concha y el reverendo fue uno de los guiones que escribió Artaud, con el cual esperaba generar una ruptura en las formas oficiales del pensamiento. A la postre, este sería el único guión de Artaud que tuvo existencia fílmica. Quien aceptó el reto de llevarlo a la pantalla fue Germaine Dulac (Asnières 1882-París 1942), una de las primeras directoras de cine, quien tuvo un cercano vínculo con las vanguardias francesas de los años veinte. El resultado del trabajo de Dulac no fue del gusto de Artaud, quien consideró que no respondía a su interés por ir más allá de la narratividad clásica.
En las anotaciones que hizo Artaud sobre el guión decía: “Estamos a la búsqueda de un film con situaciones puramente visuales y en que el drama surgiera de un contraste hecho para los ojos, extraído, si puede decirse, en la sustancia misma de la mirada, y que no proviniera de circunloquios psicológicos de esencia discursiva y que son simplemente textos traducidos visualmente. No se trata de encontrar en el lenguaje visual un equivalente del lenguaje escrito en que el lenguaje visual no sería más que una mala traducción, sino antes bien de hacer patente la esencia misma del lenguaje y de transportar la acción a un plano donde toda traducción fuera inútil y donde esta acción actuase casi intuitivamente sobre el cerebro (…) La concha y el reverendo participa de esa búsqueda de un orden sutil, de una vida oculta que yo he querido hacer plausible, plausible y tan real como la otra. Para comprender este film, bastará con mirar profundamente en él. Abandonarse a esta especie de examen plástico, objetivo, atento al puro yo interno, lo que hasta el momento era el dominio exclusivo de los ‘iluminados’ ”.

Con este presupuesto, Artaud buscaba crear un cine puramente visual que le diera una salida al pensamiento apresado. Una imagen-pensamiento, que tendría que buscarse más allá del movimiento. Asimismo, pretendía romper la mirada, el mecanismo de visión asociado a la razón, puesto que el cine es esencialmente revelador de toda una vida oculta con la que nos pone directamente en relación.
Ante los continuos interrogantes sobre el conflicto generado por el resultado final del filme, Artaud aclaraba que “Yo he buscado, en el guión, realizar la idea de un cine visual donde la psicología misma es devorada por los actores (…) La Concha y el reverendo no cuenta una historia, sino que desarrolla una sucesión de estados del espíritu que se deducen unos de los otros. Como el pensamiento se deduce del pensamiento, sin que este pensamiento reproduzca la sucesión razonable de los hechos”.
El conflicto comenzó desde que en el desarrollo del proyecto, Artaud quería interpretar al cura. Pero Dulac atrasó las fechas del rodaje y del montaje, pues no quería tener cerca al “complicado poeta surrealista”. Las indicaciones que encontraba adjuntas al guión le parecían poco precisas… En efecto, correspondían a las ensoñaciones de un poeta (cargadas de lirismo). Según Jenaro Talens, “Mme. Dulac, al haber trabajado sola en el estudio, sin ninguna indicación del autor, ha rehusado sistemáticamente y en repetidas ocasiones el dejarle asistir al montaje, trabajo de gran importancia y que si hubiera hecho en presencia del guionista habría evitado errores graves (…) finalmente, obtiene imágenes cuyo sentido está desfigurado y que no tienen más que un valor técnico sin interés”.
El filme presenta una sobreactuación exagerada, en la expresión del rostro y los gestos. Hay superposición de imágenes, efectos del agua que le imprimen un particular movimiento. Además, sobreimpresiones y distorsiones.
Hay en Dulac una voluntad preciosista en la construcción de los planos y en el uso de la cámara. Además, buscaba configurar la secuencia de una historia. Esto podemos evidenciarlo con la mímica recargada de Alex Allin, en el papel del reverendo, lo cual le da narratividad a la secuencia y elimina el impacto “visceral-poético” que buscaba Artaud. En parte, era de esperarse el resultado del trabajo de Dulac, puesto que el lenguaje literario del guión, tal como lo plasmó Artaud, no presentaba guías de realización ni definía mecanismos formales alternativos a los que usó Dulac.
Dulac tenía una tendencia a constituir un tipo de “cine puro” más cercano a la música que a las artes representativas tradicionales. La impronta simbolista que había fortalecido con el acercamiento a las vanguardias, le permitió jugar y entusiasmarse con la idea de “La caracola eternamente erótica y del clérigo vestido de negro”.
En efecto, Dulac expresaba que “El filme integral que soñamos realizar es una sinfonía visual compuesta de imágenes rítmicas, que únicamente la capacidad sensitiva de un artista coordina y proyecta en la pantalla. Un músico no escribe siempre al hilo de la inspiración de una historia, sino frecuentemente a los dictados de inspiración de una sensación (…) «Le jardín sous la pluie» de Debussy, y el «Prélude de la goutte d´eau», de Chopin, son expresiones de un alma que se explaya y se debate entre las cosas. No hay más historia que la de un alma que siente y piensa, y sin embargo nuestra sensibilidad ha sido alcanzada”.
Finalmente, nos plegamos a la consideración de Talens, quien dice que las diferencias entre el guión y el filme más que una “traición” al postulado de Artaud, se debe a las diferentes formas de entender el cine como discurso. Es lo que nos confirma Ricardo Parodi, cuando dice que “mientras Bretón o Dulac podían entender el mundo del inconsciente o lo onírico como una pulsación liberadora que, “algún día”, reconstituiría la unidad del Ser y por ello podían escribir o filmar sobre ello desde una considerable distancia, Artaud vivía la escisión, la grieta o lo inevocable como una condición del Ser.